MISTERIO INSONDABLE

Pasajes, agujeros, aventuras de Lido Iacopetti

“De dónde venimos, qué somos y hacia dónde vamos, misterio insondable de todo ser imaginante”. Con ese interrogante escrito en 1982, Lido Iacopetti (San Nicolás de los Arroyos, 1936 – La Plata, 2024) nos dejó una guía para recorrer su trabajo: una actitud de introspección y curiosidad, capaz de entrometerse en lo común.

Formado en la Universidad Nacional de La Plata, fue pintor y docente. Su obra revela una tensión entre el rigor del oficio y una inquietud espiritual que buscaba trascender lo meramente formal. En 1963, el historiador Ángel Osvaldo Nessi escribió que esos trabajos eran “objetos ideales para un empleo espiritual”.

Aquellas obras no nacieron de la observación de los modelos de la modernidad consagrada, sino de la apreciación de lo cotidiano. Ese impulso hacia lo común lo llevó a exponer fuera del circuito institucional. Las vidrieras de negocios, joyerías, rotiserías o zapaterías se convirtieron en sus espacios predilectos para la exhibición. En esos entornos no convencionales, sus pinturas convivían con corbatas, salames o latas de tomate. La operación de desplazamiento no se trataba de una estrategia de provocación, sino una búsqueda de contacto directo, una manera de amplificar la resonancia de su trabajo más allá de los espacios legitimados del mundo del arte.

En 1970 presentó su Homenaje al agujero en una boutique de La Plata, a partir de entonces, el agujero —o “auro”, como lo llamaba— se convirtió en un signo persistente, un eje visual que estructuró su pensamiento. El auro era un portal, un estado de tránsito que aparecía en objetos tridimensionales, pinturas sobre tiras o postes con huecos, entrantes y salientes. En los años ochenta, los huecos reales se transformaron en ilusiones ópticas a través de mirillas, pupilas, nubes que evocaban aperturas hacia otras dimensiones. Tonalidades saturadas convivían con grises coloreados, blancos empolvados, transiciones imperceptibles. El color se volvió exceso, placer, disidencia frente a la rigidez racionalista del contorno y más cerca del desborde.

La docencia fue el espacio donde esa idea de tránsito encontró su continuidad. Su práctica pedagógica era entendida como espacio de transmisión, una experiencia de apertura y pasaje entre sujetos. Su colega Dalmiro Sirabo escribió: “Su singularidad está presente siempre, ya cuando apasionadamente enseña o cuando construye increíbles aventuras espaciales llenas de gracia y candor”.

A mediados de los años ochenta, el interés por la forma escrita se tradujo en series de signos e ideogramas inventados. Desplegó un alfabeto con glifos imaginarios que evocaban a culturas precolombinas y saberes antiguos. En ellos, el artista reconocía un legado opaco, inacabado. La incapacidad de comprensión plena mutó a un campo de expansión poética donde los signos liberaron otras posibilidades de sentido.

En conjunto, su trayectoria se ofrece como una constelación más que como una secuencia lineal, aunque persisten los mismos gestos: la atención al vacío, la reivindicación del color, la invención de lenguajes, la inscripción en lo cotidiano, la apertura hacia lo colectivo. En todos ellos se advierte una orientación común: desbordar los límites del arte como institución para estar más cerca de la vida.

Ángeles Ascúa | Noviembre, 2025

Siguiente
Siguiente

LAS MÁQUINAS NO LLORAN