LAS MÁQUINAS NO LLORAN
Fantoche herido, mi dolor,
Se alzará
Cada vez
que oigas esta canción.
Sin Palabras, Enrique Santos Discépolo
Un renglón que no es respetado observa atónito a una letra cursiva transformarse en dibujo. Los siguientes trazos, que caen como una ráfaga sobre el mismo cuaderno, mantienen la rigurosa repetición de un ensayo teatral. El cuaderno es un escenario que está dentro de otro: un taller metalúrgico en Ciudadela. Están atravesados y unidos por las voces del mismo coro que repite la letanía imperturbable de las máquinas. El taller podría ser un monasterio y los motores que zumban, monjes rezando. Cualquier actor que conozca su oficio podría interpretar tanto al artefacto zumbante como al religioso en oración, porque en ambos casos se enfocaría en la disciplina que rige a estos personajes.
El taller metalúrgico de Ciudadela y el taller de un artista en La Boca comparten, además del mismo operario (Nazareno Pereyra, nacido en Buenos Aires en1986), una misma liturgia que carga con él y se desarrolla desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde. En horario laboral el entorno está poblado de frugalidad. Apenas unas pastillas de mentol y una jarra de agua abastecen al cuerpo cuando dibuja, o ensambla objetos, o escribe poesía. Muchas veces todas estas acciones convergen en un mismo registro que, para abreviar, llamaremos obra.
Hay, también, una mesa arquetípica como la de El Mago, el arcano número 1 del Tarot. Quienes estudian la historia de la reproducción mecánica de imágenes, saben que la técnica de impresión con bloques de madera registra su antecedente más antiguo en la tarea de imprimir naipes. Esta mesa antes mencionada contiene imágenes y palabras invisibles para el neófito, pero que Nazareno puede reproducir en papeles, como quien reparte una mano en un juego de barajas. Le basta cubrirla con una hoja de gran formato para que, con el correr de los días, haga una nueva lectura con lo que extrae y lo que omite de esa memoria desesperanzada que llamamos mundo.
Los vestigios ensamblados en correas de goma que cuelgan suspendidas frente a un muro, entrelazando trazos gruesos con sombras y materia, dan cuenta de la división de tareas. Aquí se vuelve a unificar el sentido de un mecanismo roto, extendiendo las partes emocionales que habíamos aprendido a ignorar en el proceso de automatización.
Poco más de un siglo después de las vanguardias europeas, el movimiento futurista, con su exaltación de la máquina y la guerra, se nos presenta como un pésimo ejercicio adivinatorio. ¿Qué podía salir bien de ese entusiasmo por destruir en aras del futuro, blandiendo la velocidad como estandarte? Como sea, ahora que el rugido del motor de un auto ya dejó de ser más bello que la Victoria de Samotracia (*), las máquinas se quedaron con nosotros. Siguen siendo eficientes y siguen dejando de funcionar.
El gesto de una máquina que recoge y suelta un sedimento, porque sólo sabe hacer aquello que le enseñó a hacer Pereyra, nos hace pensar en un destino mecánico que es indisoluble del nuestro. Tal vez sea cierto que no lloran. Quizá no quieran hacerlo. Pero están transitando un duelo a nuestro costado.
(*) Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia.
Manifiesto Futurista, Filippo Marinetti, 1909
Alberto Passolini / Septiembre 2025