TIMBÓ TIMBÓ
Los árboles son conectores. Con su morfología espejada, el tronco enlaza la raíz al interior de la tierra, mientras sus ramas y su copa se expanden hacia distintos puntos del cosmos. Tejen vínculos entre mundos: el terrenal y el celeste, lo natural y lo espiritual, lo ambiental y lo económico, sea extractivista o regenerativo. No sólo en América los árboles han sido deidades que sostienen esa unión; el arquetipo del árbol de la vida aparece en casi todas las culturas de la humanidad. Como recordaba Aby Warburg, el árbol es un mediador más próximo a la tierra que el hombre mismo, ya que crece en su interior y abre paso a los elementos subterráneos.
El primer árbol que Rodrigo plantó en su vida fue un Timbó. Aquel acto iniciático, hace 12 años, inauguró una nueva conexión entre humano, plantas y planetas. Con el tiempo, y a través de la ONG Un Árbol, esa acción se amplificó: miles de Timbós y otras especies nativas fueron diseminados por el territorio. En paralelo, comenzó a extender las primeras ramificaciones de una práctica artística sostenida en el estudio entrecruzado del cosmos y el medio ambiente. En este proceso, entró en contacto con comunidades indígenas y sus saberes ancestrales, así como con científicos y trabajadores de la tierra. De una experiencia a la siguiente, fue creciendo un deseo persistente: construir una canoa de un solo tronco de Timbó, una práctica ritual y milenaria de los guaraníes, hoy casi extinta. Ese anhelo se concretó en 2025, cuando David, miembro de la comunidad Pilagá, le transmitió el oficio. De allí surgió la primera canoa de Rodrigo, presente ahora en esta sala.
Cada generación se enfrenta a la tarea de elegir su pasado. Rodrigo recupera la historia de un árbol, descendiente de la selva, que se extendió por todo el litoral hasta alcanzar Buenos Aires. Árbol anfibio, de raíces de humedal, ofreció a las comunidades una madera naturalmente preparada para surcar los ríos. Su semilla negra, con forma de oreja o riñón, caía sobre el agua y flotaba durante kilómetros como una pequeña canoa, hasta activarse y descender en espiral hacia las profundidades, expulsando a su vez una energía ascendente hacia los astros. Parte de su historia es también narrada por la mitología guaraní. Un cacique llamado Saguáa, desesperado por la partida de su hija Tacuareé, recorrió la selva buscándola con la oreja pegada al suelo, atento a cualquier indicio de la naturaleza. Exhausto, murió con el oído aún apoyado en la tierra, y de esa oreja que comenzó a echar raíces nació el Timbó. Su fruto —la oreja negra— es símbolo de amor, de paternidad y de escucha profunda. En diálogo con esta tradición, Rodrigo imagina las conexiones de su árbol predilecto con el planeta que fue guiando su práctica creativa: Saturno. El Timbó se convierte así en una materialización simbólica de la escucha y del arquetipo del padre, atributos asociados al planeta de los anillos.
Además de recuperar estas historias y saberes, la obra de Túnica se funda en una práctica de pasajes: del interior de la tierra al espacio exterior, de la semilla a la planta, de la planta al fruto, del fruto a la herramienta, al alimento; de la vulnerabilidad a la protección. En Timbó Timbó, el árbol atraviesa múltiples momentos de esos pasajes. Conecta con el trabajo de siembra a través de la pala clavada a la piedra, crece cerca del sol de la vidriera, se lo escucha gracias a un objeto de mediación, se transforma en rito, en una canoa que recorre los territorios como la semilla-oreja, pero que también es un cohete a Saturno o un caparazón protector frente a la fragilidad humana que navega ríos peligrosos.
Por su parte, las Vaquitas de San Antonio, ya presentes en obras anteriores —defendiendo una plantación de trigo no transgénico contra los pulgones—, reaparecen en la exploración interior de un Timbó que se había convertido en su hogar. Para Túnica, estos insectos no son sólo emblema del deseo, sino también de la autoprotección: criaturas que hicieron su propio pasaje, transformando alas en caparazón. A partir de la mezcla entre deseo, autoprotección y el rol de guardianes en sus proyectos, Rodrigo comenzó a cultivar estos insectos con científicos del Conicet, creando hábitats en interiores y exteriores, para que convivan con sus ideas, objetos y creencias.
Tal vez el proyecto de Rodrigo Túnica no consista únicamente en regenerar la naturaleza a través del arte y el activismo, sino en recuperar una conciencia histórica del lugar que el ser humano podría ocupar junto a ella. Con una humildad entusiasta y un vitalismo material que nunca se agotan, su práctica evoca figuras como la del poeta-astrólogo de Guamán Poma, descrita por Silvia Rivera Cusicanqui: un “poeta en el sentido aristotélico del término: creador del mundo, productor de los alimentos, conocedor de los ciclos del cosmos. Y esta poiesis del mundo, que se realiza en la caminata, en los kipus que registran la memoria y las regularidades de los ciclos astrales, se nos figura como una evidencia y una propuesta (...) Desde antiguo, hasta el presente. son las tejedoras y los poetas-astrólogos de las comunidades y pueblos. los que nos revelan esa trama alternativa y subversiva de saberes y de prácticas capaces de restaurar el mundo y devolverlo a su propio cauce”.
Javier Villa / Septiembre 2025